En Cartelera: El Rey León

Una de las escenas más recordadas de El Rey León de 1994 -si es que podemos distinguir entre escenas más y menos recordadas en torno a un clásico generacional de este calibre- es la que contiene el número musical de 'Yo voy a ser el rey león'. Es un ejemplo más de lo bien que Disney hacía las cosas en los 90, ayudando la canción a agilizar la narrativa al tiempo que el público pudiera regodearse en esa melodía tan pegajosa. Pero sobre todo es otra muestra de virtuosismo técnico y de interés en propulsar las posibilidades de la animación. El número empezaba con Simba y Nala tratando de escapar de Zazú y terminaba con una enorme pirámide formada por animales que acababa cayendo encima del irritante pajarraco. Por mucho que El Rey León de 2019 se comprometiera a oficiar de calco hiperrealista de este clásico animado, es fácil imaginar los sudores de Jon Favreau y su equipo al llegar a esta escena.

A lo largo del filme que está llamado a arrasar la cartelera veraniega son abundantes los momentos donde puedes meterte en la cabeza de los responsables de la producción. Querer trasladar íntegro al formato CGI el desfile de hienas, convenientemente planteado con reminiscencias nazis, supone un pleito. Lo mismo pasa con el citado número de Simba regodeándose en su futuro poder, que tendrá que reducirse a él y su prometida corriendo por un charco. Y también ocurrirá, por supuesto, muchos minutos más tarde, cuando estos se reencuentren ya adultos y los ojos de Nala, acunados por los estribillos de Elton John, deban expresar un furioso deseo sexual hacia su compañero. Y sí, son leones, pero no hay nada, por definición, que no pueda ser convincente pasado por el filtro animado. Otro cantar es si, a costa de exigencias de la industria, te ves obligado a pasar ese plano al mal llamado 'live action', y te encuentras con una leona tan inexpresiva como cualquier otra leona de verdad

El Rey León es una película tan llena de encrucijadas como anteriormente eran La Bella y la BestiaEl libro de la selva del propio Favreau o, más recientemente, el Aladdin firmado por Guy Ritchie. En el caso de esta última se nos permitió atisbar de un modo transparente hasta dónde llega el sinsentido de esta maniobra de Disney, con un intento de replicar el medio animado cuyo único destino posible era el suicidio estético. En El Rey León la cosa no llega a los ominosos extremos de Aladdin aunque sus taras sean prácticamente idénticas, y la razón es que hay un mayor esfuerzo por conservar una dignidad profesional y extraer pequeñas briznas de belleza en medio de tan monstruoso escenario. Algo que no es logrado por el empeño suicida de emular la naturaleza de los citados animales —aunque los suricatos sean tan adorables como para poder aguantar eso y más—, pero sí por el buen gusto a la hora de encuadrar y permitir brillar a los valores del filme de 1994 que han conseguido llegar intactos hasta aquí. La película de Favreau, por tanto, sabe apoyarse en elementos de probada efectividad como la atronadora música de Hans Zimmer, el carisma de los personajes -reforzado en la versión original por las impagables voces de Donald Glover o Seth Rogen-, o, sobre todo, la fuerza de su guion inmortal, que por ser fotocopiado en todo detalle sigue funcionando de forma obscena.

Los aciertos mínimamente genuinos -pues obviamente ha de haberlos en el marco de un filme tan ambicioso- se reducen a fotogramas grandilocuentes, instantes que se benefician de la banda sonora, y breves destellos de ingenio y autorreflexión en torno al legado de la película original. Como, por ejemplo, ese plano de Simba, el hierático y mortecino Simba, contemplando cómo su pata es incapaz de cubrir la huella de su padre Mufasa. Resumiendo en un solo segundo tanto la relación paternal como el eterno conflicto que, en última instancia, mantienen los 'remakes' 'live action' con la memoria y la nostalgia de sus materias primas. Tratando de cubrir la huella del pasado, sabiendo que una vez sigan adelante ella permanecerá indeleble, y la suya no.


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