En Cartelera: Doctor sueño

No lo tenía fácil Mike Flanagan a la hora de adaptar Doctor Sueño. Es decir, el cineasta norteamericano ya pudo demostrar en El juego de Gerald que entendía lo suficientemente bien a Stephen King como para llevar a la trascendencia cualquier novela menor que se le antojara. Incluso cuando esa novela ni siquiera la hubiera escrito King; así lo demostró en su cumbre La maldición de Hill House al conciliar su imaginario con el de Shirley Jackson. Pero el caso de Doctor Sueño es distinto. Ya no se trataba sólo de aprovechar esta privilegiada comprensión para afianzar una de las filmografías más consistentes del terror contemporáneo; también debía comprender cómo funciona la memoria cinéfila, y apañárselas para conectar el recuerdo de El resplandor de Stanley Kubrick con una adaptación fidedigna de la secuela que escribió King en 2013 para su propia El resplandor. Algo complicado porque, más allá del escenario y de los nombres de los personajes, estos dos resplandores no se parecían en nada.

La deficiente adaptación que realizó Kubrick de la novela del de Maine en 1980 también se convirtió, cosas de la vida, en una obra maestra incontestable del género, algo que entonces se aprovechó para apuntalar una consideración de King como autor tangencial del fenómeno, y al cabo insignificante. El escritorzuelo de best sellers que, por azares de destino, había entregado el lienzo adecuado para que el maestro de los maestros reforzara su impronta. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Nadie es tan incauto como para cuestionar el lugar del novelista dentro de la cultura (sin distinguir alturas en ella), como si se atrevían a hacerlo en los 80, y el Doctor Sueño de Flanagan es producto directo de ese cambio de paradigma. Todo lo que circunda su génesis nos trae a esta actual reverencia, ya desde el hecho de que la novela de la que parte es, esta sí, mediocre, y los esfuerzos de Flanagan por guardar lealtad a la palabra escrita no tienen que conducirle necesariamente a la excelencia cinematográfica. Como, de hecho, se le muestra esquiva durante una buena parte del trayecto, cuando se limita a seguir punto por punto el esquema de la novela, y no nos escatima un primer acto eterno y meditabundo donde se insiste en una preparación ante un gran evento que luego no es tal.

Es curioso porque toda esta cargante parte inicial, dedicada a la rehabilitación del Danny Torrance que interpreta con solvencia Ewan McGregor, era con mucho lo más interesante del libro. Pero Doctor Sueño se erige sobre las contradicciones, y es justo a partir de estas con las que Flanagan desarrolla una película absoluta y furiosamente fascinante tanto en términos técnicos —aunque esto ya venga siendo habitual dentro de la carrera de un director superdotado— como, sobre todo, lingüísticos. Doctor Sueño aprovecha su naturaleza de imposibilidad pop para prorrumpir en hallazgos, siempre tutelado por la novela pero aprovechándola finalmente como mera munición antes del disparo de genio. Los duelos telepáticos, que convierten la historia de Torrance en una sombría ficción super heroica, son afrontados por Flanagan con una convicción tal que logra superar sin mucho esfuerzo lo propuesto en la novela, y algo parecido ocurre con otros elementos como la profesión que da nombre al título —expuesta con una sensibilidad reminiscente al mejor Shyamalan—, o los vampiros que encabeza una exultante Rebecca Ferguson. En su formidable creación de Rose la Chistera, Ferguson acaba convirtiéndose en el rostro visible de todo lo que hace grande a esta película, legitimando las adaptaciones cinematográficas como artilugios capaces de enriquecer y expandir sin rubor la materia original, solo con que alguien le eche ganas.

Pero claro, además está lo de Kubrick. El momento en que Doctor Sueño debía hacer frente a su deuda con El resplandor fílmico corría el peligro de convertirse en una nueva caricia acrítica y nostálgica, muy al modo de lo que hizo Spielberg en Ready Player One hace algo más de un año, pero Flanagan lo afronta de un modo diametralmente opuesto. Su objetivo, demuestra entonces, siempre ha sido apostar por la reconciliación, y emplear la coartada posmoderna no sólo para jugar con las convenciones del género —es una total chifladura cómo consigue voltear el terror contra los villanos sin que este pierda pregnancia—, sino también para perseguir el armisticio. Es entonces, en el clímax que consigue condensar todo lo que El resplandor de Kubrick no nos dijo utilizando todo lo que sí quedó esculpido en historia del cine, cuando Flanagan remata con éxito su adaptación imposible. Es entonces cuando proclama que, esta vez sí, el rey ha ganado.


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