En Cartelera: Mujercitas

Todas las historias de iniciación, literarias o cinematográficas, suelen concluir cuando el o la protagonista entra en la vida adulta, en el momento en que el personaje se da cuenta de que el mundo es un escenario de límites y no un lugar donde todo es posible, idea más asociada a los sueños de la niñez. En Mujercitas, Greta Gerwig arranca su historia justo al revés: proponiendo un viaje a dos tiempos desde el momento en que Jo (Saoirse Ronancomienza a ser adulta. La imagen que levanta el telón de la película es, en este sentido, muy bella en su función simbólica –Jo de espaldas frente a la puerta de una redacción periodística, una puerta que es un desafío profesional y una puerta por la que entra en el mundo de los adultos– y posee una hermosa rima con la última imagen del largometraje, que, por motivos obvios, no vamos a describir en esta crítica.

¡Qué reto tan complicado el de Greta Gerwig a la hora de adaptar la novela de Louisa May Alcott en estos tiempos de #MeToo y de la cuarta ola del feminismo! ¿Cómo leer y explicar a los espectadores del siglo XXI, tan impacientes y, en ocasiones, hasta resabidos y cínicos, las diatribas de cuatro muchachas acomodadas del siglo XIX y sus educaciones emocionales varias? ¿Cómo mantener lo más intacta posible de las ansiedades contemporáneas una obra que, pese a su condición de pionera en la Women’s Lit, tampoco pretendió enarbolar causa alguna de manera directa? ¿Cómo insistir, por último, en su importancia en calidad de relato fundacional de la ficción sobre mujeres creada por mujeres? Pues bien, Gerwig consigue responder en su versión de Mujercitas a estos complicados interrogantes, realizando una adaptación muy vívida, fiel y, a la vez, personal y comprometida.

El cambio más palpable de la versión de Gerwig de Mujercitas es, como se ha apuntado anteriormente, una estructura narrativa que ya no es cronológica, siguiendo el paso de los años de las chicas, sino fragmentaria, en dos tiempos paralelos que parten de un presente aciago, cuando Jo, Meg, Amy y Beth son mayores, para recordar el pasado como el tiempo de la felicidad. Apostar por esas dos temporalidades simultáneas, bien diferenciadas, por otra parte, mediante el tratamiento de la luz y del color –azules y grises para el presente, dorados repletos de luz para el pasado–, sitúa al filme de Gerwig en un terreno reflexivo autoconsciente que liga la película con la sensibilidad contemporánea sin necesitar pagar el peaje de las sobreinterpretaciones. Para algunos espectadores podrá parecerles una visión algo tibia, pero en tiempos de trincheras la sutileza es bienvenida.

Otra importante aportación de Gerwig tiene que ver con los puntos de vista, al abrir la historia a las otras hermanas March aparte de Jo. La aspirante a escritora sigue siendo central –es a través de sus recuerdos como conocemos Mujercitas–, pero Meg, Beth y muy especialmente Amy ganan terreno en el relato, abriéndose la película al retrato coral y a la cuestión de la diversidad de feminidades, todas en formación en un momento en que la cuestión de la identidad de la mujer comenzaba asimismo a modelarse tanto dentro como fuera del espacio doméstico.

Mujercitas, y más concretamente Mujercitas según Gerwig, aparece, por tanto, como una película de formación en más de un sentido, una metapelícula, si se quiere, sobre el significado de madurar, ganar autonomía y sobre la importancia de crear un relato propio. Es ahí justamente donde sí entran los anhelos de corte feminista en relación a la película y no tanto en los modelos de mujer que la protagonizan: en asumir que la emancipación pasa por conocer y luchar por los deseos y aspiraciones personales, no en vivir aquellos que son impuestos.


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