En Cartelera: El hombre invisible

Cuando Blumhouse se hizo con las riendas del Dark Universe luego del descalabro de La momia hubo quien se dejó llevar por el escepticismo. Aunque, en su vertiente dedicada al terror, el estudio de Jason Blum hubiera conseguido llevar Déjame salir a los Oscar, no era precisamente la respetabilidad académica lo que caracterizaba gran parte de las propuestas de la compañía. Más bien al contrario, imperaba la sobreproducción, los bajos presupuestos y los rodajes extremadamente rápidos, apuntalando una dinámica tan capaz de que empezáramos a percibir carencias en la puesta en escena de directores bastante dotados, del estilo de M. Night Shyamalan, como de que muchas veces tomara cuerpo la sensación de encontrarnos ante una Serie B impostada y cariacontecida, sin lugar para la locura desprejuiciada. Entre slashers clónicos y secuelas de The Purge debían renacer, por tanto, los monstruos clásicos de Universal, y si acaso ir dando pie a futuros crossovers y secuelas. Lo bueno es que la major ya buscaba entonces parecerse más al actual y anárquico Universo de DC que al Universo de Marvel, y precisamente por ello Blumhouse semejaba la mejor opción para sacar el plan adelante. O la ausencia de él.

El hombre invisible, primer ladrillo de este nuevo escenario, es una prueba rotunda de que a veces está bien lanzarse a crear sin tener un excel en la cabeza, ni un as en la manga reservado para la escena poscréditos. Para empezar, porque es un producto derivado de una única visión creativa: la de Leigh Whannell, eterno compañero de travesuras de James Wan que en 2015 debutó a la dirección con Insidious: Capítulo 3 y algo más tarde firmó Upgrade, alejada de los cauces terroríficos que había cultivado con su socio pero interiorizando parte de sus enseñanzas a la hora de diseñar una musculosa puesta en escena, capaz de hacer pasar por convincente un guión, firmado por él, tirando a discreto. En El hombre invisible se da una situación parecida, incrementada para bien: Whannell muestra ser un virtuoso en el manejo de los espacios y los ritmos de la acción al tiempo que su libreto —sin ser mucho mejor que el de Upgrade— atesora una inédita fuerza emocional, directamente extraída de la potencia del concepto manejado y la metáfora que vertebra la película. Segura de su ejecución y no muy sutil, pero parece claro que Whannell tampoco lo pretendía.

El film se titula El hombre invisible, y sin embargo la protagonista es su novia. Ex novia, mejor dicho. Elisabeth Moss vuelve a poner rostro a la violencia machista tras El cuento de la criada para encarnar a Cecilia, quien cree haber escapado de una relación de maltrato hasta que Griffin (Oliver Jackson-Cohen) parece volver de entre los muertos con el fin de atormentarla y seguir controlando su comportamiento gracias a su nueva condición de acosador invisible. Whannell concibe el martirio de Moss no tanto a partir del jump scare —felizmente ausente en el film— como del progresivo derrumbamiento psicológico de la protagonista, conduciendo a situaciones dolorosamente familiares donde asistimos a cómo nadie parece creerla y va quedando aislada de sus seres queridos. Los diálogos en este punto pueden pecar de expositivos y conducir narrativamente a callejones sin salida algo difíciles de digerir a efectos racionales, pero la película sabe jugar bien sus cartas, y la aproximación al sufrimiento de Cecilia es tan virulenta y opresiva —apoyada en el espléndido trabajo de Moss—, que El hombre invisible tampoco necesita decir algo relevante sobre la delicada temática en la que ha decidido ampararse. Sus imágenes, la intensidad con la que están codificadas, hablan por sí solas, y Whannell llega a consagrarse como realizador cuando, además, se las apaña para hacer del escueto presupuesto concedido por Blumhouse una venenosa virtud.

El hombre invisible es claustrofóbica, violentísima, y se adscribe con contundencia a una tradición cinematográfica en la que la criatura titular ha ido mutando de forma esporádica, siempre pendiente de reflejar la mezquindad y el abuso de poder de índole inequívocamente masculina. H.G. Wells ya concibió a Griffin como villano en 1897, y cineastas como James Whale o Paul Verhoeven no hicieron sino redundar en este carácter atendiendo a la malévola seducción con la que podía engatusar al público. Whannell, por su parte, ha optado por poner en primer plano la banalidad de ese mal —mostrando una gran inteligencia a la hora de describir la naturaleza escasamente espectacular de los poderes del antagonista—, y darle el rol principal a su víctima, conduciendo la intriga a un desenlace tan agresivo como valiente que no podía estar más alineado con los tiempos que lo enmarcan, y que termina por certificar la relevancia incontestable de su tercer trabajo como realizador.


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