El milagro de sentirnos vivos (por Elvira Lindo)
Llevo siguiendo la trayectoria de Coque Malla desde que salió a la palestra musical a una edad casi adolescente, con su cara de chaval listo de barrio que se hacía perdonar las barrabasadas. Llevo escuchando el timbre peculiar de su voz desde que irrumpiera en el pop español hasta el punto de advertir cómo su manera de utilizarla ha ido enriqueciéndose con el paso del tiempo, adquiriendo sutilezas y tonalidades audaces. Llevo disfrutando de su música, bailándola y paseándola, tanto como para atreverme a afirmar que muchas de sus canciones han seguidos mis pasos y, por tanto, narrado mi propia biografía, por las calles de esta gran ciudad en la que ambos vivimos.
La música pop, rock y todas sus derivadas, es un arte tan reciente dentro la historia de la música y tan juvenil en su puesta en escena y definición que los artistas que lo practican aún andan inmersos en la tarea de saber de qué forma se madura airosamente para crear obras que sigan frescas y, a su vez, fruto de la experiencia vivida. Creo que Coque Malla ha obrado el milagro con este trabajo: sin abandonar nunca la audacia con la que comenzó su carrera y que le convirtió en un artista diferente, ha concebido para este Aunque estemos muertos, un puñado de ese tipo de canciones que solo el paso de los años te concede.
Ha contado Malla el número de veces que nombra la muerte en este trabajo y ha llegado a la perspicaz conclusión de que esa insistencia es síntoma de que estamos ante un disco que habla de la vida. No puedo estar más de acuerdo. Aunque estemos muertos es una celebración desacomplejada de la madurez, de esa edad en la que se disfruta de la mejor perspectiva del tiempo: desde lo alto, se tiene la posibilidad de observar lo vivido, sin nostalgia, sin melancolía, para emprender entonces el camino hacia adelante sin miedo, sin haber perdido un ápice de la curiosidad juvenil que te arrojaba a la calle como si fueras ese gato salvaje que da título a una de las canciones, dispuesto a comerte el mundo allá donde está el hogar de los artistas, a la intemperie. Hay un evidente recordatorio, cómo no, para los muertos que cada uno lleva dentro y tras de sí, en esa labor que asumen de compañía fantasmal que nos ampara haciéndonos vivir en más de una dimensión. Y hay siempre un canto al amor, que resucita, que muta y renace gracias a una pasión que se aferra a la más primaria carnalidad y se niega a vivir adormecido por la costumbre. He paseado este disco como paseé los anteriores, pero esta vez con un grado de identificación emocional que convertía en mías estas letras y estas melodías tan arrebatadas unas veces, tan sutiles otras.
Hay una alegría muy pura que se produce cuando las cosas te gustan y sientes la necesidad de gritar a los cuatro vientos que te han gustado. Esa emoción que hace con la voluntad de ser contagiosa y se niega a la reserva mezquina. Estoy aquí para recomendar estas canciones en las que tanto tiempo ha trabajado un artista que conmigo va desde que él era el chico con pinta de chulillo y yo la locutora que pinchaba su música en la radio. La voz de Malla entraba por mis auriculares a un volumen hiriente que me empujaba a cantar y a brincar. Ahora, esa voz, ya madura, es honda y cautivadora cuando interpreta con dulzura eso de “soy el que siempre quise ser, el que todos quieren ver, el que nunca olvidarán y jamás me olvidarán”.