Stanley Martin Lieber soñaba con escribir la gran novela americana. Por eso, cuando le encargaron cómics de monstruos, modelos y vaqueros decidió no manchar su nombre y firmar con el seudónimo Stan Lee. Ese joven del Bronx nunca llegó a ser novelista. Su risueño alter ego, sin embargo, no solo transformó la incipiente industria del tebeo, sino que también tejió un nuevo panteón de deidades en la industria del entretenimiento. Spiderman, Patrulla X, Vengadores, Daredevil o Dr. Extraño son algunos de los héroes con los que plagó el universo Marvel, pero su mayor creación fue el propio personaje de Stan Lee. Su imagen y forma de comunicar eran icónicas, tenía muñecos y decenas de créditos como actor. Stan murió el 12 de noviembre de 2018 en su casa de Los Ángeles. Su vida se basó hasta el último minuto en un propósito: “Solo quiero divertirme”.
Nacido el 28 de diciembre de 1922 en Nueva York, el interés de Stanley por la fantasía como escapismo parece sacado de un libro de psicología. Tras la gran depresión, su padre, inmigrante rumano, solo encontró trabajos esporádicos. En su piso de una habitación, las peleas eran constantes. Lee, un Peter Parker extrovertido, se refugiaba mientras en películas de Errol Flynn, la lectura y en mejorar sus dotes dialécticas.
Sus empleos de adolescencia fueron variopintos: escribió obituarios para el Centro Nacional de Tuberculosis, vendió vaqueros y fue acomodador en Broadway. Todo cambió cuando su tío le invitó a las oficinas de su editorial, entonces Timely Comics. Lee no sabía nada de historietas, pero el cometido era claro: “¿Puedes darle algún encargo?”. Joe Simon, redactor jefe a punto de lanzar Capitán América, lo contrató al instante.
En meses, el adolescente pasó de limpiar ceniceros a rellenar bocadillos para los héroes de la Segunda Guerra Mundial, en la que Lee se alistó tras Pearl Harbor. Su primera creación fue Destroyer, superpoderoso doctor antinazi. A los 19 ya era redactor jefe, pero los monstruos y el terror no le motivaban; seguía queriendo desarrollar sus ideas en literatura. Un encargo de sus jefes en Marvel colmó su paciencia: copiar la JLA, grupo de Superman y Batman en la rival DC. “Queremos más acción y menos diálogo”. Tras una década. estaba decidido a dejarlo todo. Pero su mujer, que le sobrevive, le paró: “Desarrolla tus cómic con tus ideas ¿Qué harán, despedirte?”. Era el momento de quitarse los grilletes. El 8 de agosto de 1961 llegó a las estanterías Los Cuatro Fantásticos y todo cambió.
El cuarteto, creado con Jack Kirby, era lo contrario a lo que le habían pedido, una familia de astronautas con poderes que ni llevaban disfraz. Sus problemas personales ocupaban tantas viñetas como las peleas. Además, vivían en la muy real Nueva York. Sin saberlo, la semilla del universo Marvel estaba plantada. Pronto las antologías de monstruos y modelos fueron sustituidos por héroes imperfectos como Hulk, Thor, Spiderman, Iron Man o Los Vengadores, donde Lee recuperó al Capitán América de Simon y Kirby como héroe fuera de lugar. Su mensaje iba más allá de las peleas. Lee fue el primero en trasladar al cómic asuntos como la drogodependencia o en presentar superhéroes negros como Halcón o Pantera Negra. Hasta Federico Fellini o Alain Resnais paraban para visitar las oficinas neoyorquinas.
Lee escribía y controlaba decenas de títulos mensuales, así que diseñó también un método eternamente rodeado de polémica. Él escribía el argumento para dibujantes como Kirby o Steve Ditko, que se encargaban de montar las páginas. Entonces, el trabajo volvía a The Man, quien rellenaba los diálogos. Nunca quedó claro dónde empezaba el trabajo de cada uno y numerosos dibujantes rompieron su relación con Marvel al sentirse injustamente tratados. 4F, por ejemplo, era el título más inventivo, pero las versiones sobre quién puso el germen difieren. Allí se tejía la mitología Marvel con conceptos grandilocuentes, galaxias recónditas y personajes como Estela Plateada. Kirby cada vez necesitaba menos dirección y Lee cohibió su creatividad desenfrenada para desarrollar conceptos que presentaban cada número.
Mientras, Lee rehuía polémicas y no hablaba de las acusaciones de Kirby y herederos. Era el rostro y mensaje de Marvel, respondía el correo y narraba los dibujos en TV. Las cabeceras leían ‘Stan Lee presenta’. Vitalista y entusiasta, el guionista contaba las mismas historias a sus fans siempre con una cadencia dramática y pasional apuntalada con latiguillos como “¡Excelsior!”. Detrás de su inconfundible bigote canoso y gafas oscuras, era difícil diferenciar la persona de su excesiva caricatura.
En 1972 dejó de ser redactor jefe para heredar el título de editor de su tío, que mantuvo hasta 1996. Aunque no parara por el bullpen Marvel, era una celebridad, el icono del cómic que había despertado la pasión de autores y cineastas. Solo le quedaba una espinita: alcanzar Hollywood.
Kevin Smith, uno de sus fans, fue el primero en aprovechar su vena cinematográfica, al transformarlo en sabio mentor en Mallrats. Pero fue la colonización de Hollywood de sus personajes lo que le dio una segunda vida en los focos. Sus decenas de cameos en pantalla eran lo más esperado por los seguidores, así que fueron ganando minutos: desde su aparición entre la multitud en X-men hasta colarse en el póster de Deadpool o interpretar al cartero de Los 4 Fantásticos. Tras décadas de fracasos cinematográficos y algún bache con Marvel, no había nadie más entusiasta vendiendo las películas que Lee, reconvertido en productor más poderoso de la historia. Sus divertidos cameos le llevaron a colarse en proyectos ajenos como Princesa por Sorpresa 2, Big Bang Theory y Los Simpson. Incluso presentó un reality-show en busca de superhéroes reales.
Lee nunca dejó de escribir, tanto en proyectos puntuales con Marvel como desarrollando productos de discutible calidad como Stripperella, una superheroina con voz de Pamela Anderson. Fundó su productora y cada mañana iba a su oficina. En 2015 lanzó su autobiografía en viñetas y meses después estrenó la teleserie Stan Lee's Lucky Man. Aunque su sello fuera ya más marca que creatividad, seguía siendo el invitado más esperado en las convenciones de cómic hoy multiplicadas por el mundo. No podía dar un paso sin una foto. Él había visto surgir de la nada este movimiento cultural. Era el patriarca fuera de tiempo. Eso sí, seguía contestando con arrojo cualquier duda sobre quién entre La Cosa o Galactus era más fuerte: “Depende del guionista”.
50 años después de renunciar a su sueño lo reconocía: “No tendría paciencia como novelista. Me sentaba siete horas y acababa el cómic ese día. Era el mayor placer. No me queda nada por hacer pero si me jubilara, solo querría escribir”.
vía El país.